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Madrid,1.

Yo estaba sentado en la encimera de nuestra modesta cocina. Mirando como preparabas esa extraña receta que habías encontrado en una revista. No hablaba nadie: tú porque estabas intentando que "la dichosa tarta ésta" no se desmoronara. Yo porque prefería seguir mirándote. Callado, embelesado, absurdo. Han nacido muchos soles desde entonces. Pero aún lo recuerdo. Inexplicablemente. Más de mil quinientos kilómetros nos separan. Más de mil quinientos recuerdos nos unen.

Cómo hemos cambiado.

Hola a todos . Quizás le sorprenda a alguien ver esta entrada. Desde junio no escribimos nada. Eso no significa, sin embargo, que hayamos perdido la inspiración. Este blog ya no se actualiza como antes. Por no decir que, directamente, ya no se actualiza. Por supuesto que seguimos hilando historias de personajes atípicos. Nosotros, los dos bichos, lo necesitamos, no podemos evitarlo. Escribir se ha colocado bajo la columna de hábitos malsanos , tales como morderse las uñas, comer a deshoras o abusar de la cerveza.  Entre otras cosas, estamos los dos bastantes ocupados. P . sigue empeñada en cambiar el mundo y tal vez lo consiga. Yo, por mi parte, estoy de erasmus en la lluviosa y a la vez cálidamente acogedora Holanda. Sigo escribiendo, pero ya no literariamente, en un blog que creé para contar toda la experiencia del Erasmus. ¿Auto-promoción? Un tanto descarada. Hasta la próxima vez que escribamos... cuidaos, bichos. Y nunca dejéis de escribir.  A .

Y en las terrazas.

"Hace demasiado calor como para estar en la calle. Bueno, en general, hace demasiado calor para hacer nada, o ALGO. Es la sinceridad que provoca el verano, ya se sabe. Ojalá pudiera salir a la calle y que me lloviera encima, y que tuviera que taparme con una manta calentita". Paula odiaba el verano. Y aunque parezca mentira, la temperatura sólo es uno de los múltiples motivos. Paula veía verano tras verano cómo se había escapado un año de su vida. Como todo el mundo realizaba planes y los cumplía poco a poco. Y mientras, ella se echaba crema y suspiraba por un bronceado resultón. En un piso alquilado. Sin perspectivas. Sin giros de trescientos sesenta grados. Ernesto se acercó a ella y le ofreció una cerveza fría. Podrían morirse de hambre y no encontrar comida en casa, pero Ernesto siempre reuniría dinero suficiente para cerveza. Quizás fuera algo preocupante y un tanto desolador, pero había que quererlo igual.  El verano debería ser siempre esto: una terraza de

Mariposas.

Ana jugaba a corretear por su jardín. Le gustaba mucho fingir que era un avión y que cada uno de sus brazos simulaba un ala. Y así, inclinaba su cuerpecito porque había turbulencias, aunque no era más que el viento que recorría su ligero vestido de lunares. Pablo, por su parte, no se parecía demasiado a su gemela. Él, más entregado a los placeres de la psique y el conocimiento, leía sentado en el césped un libro de filosofía. Costaba entender como una cabecita de cinco años podía siquiera comprender alguna frase completa. Ana, en general, nunca se resignaba e incluía a su hermano en sus actividades, en esta ocasión como torre de control. Ana siempre acababa su juego chocando a propósito con su hermano, lo cual desencadenaba una retahíla de gritos por parte de Pablo y las risas acaloradas de Ana. En estas ocasiones Pablo solía mostrar su rabia escondida bajo su pelo rubio, pero por fortuna y como por arte de magia aparecía Mamá para solucionar las peleas. El pelo de Mamá permanecí

El tic tac del recuerdo.

Imagen
  Por espacio de un momento fui el hombre más feliz de la tierra. Y digo el hombre, y no el niño de trece años, un Lolito temprano que apenas era consciente de su pícara inmadurez, porque mientras estuve pegado a ella crecí lo suficiente para entender el embrujo de la pasión. En los tres minutos que duró la parsimonia del baile, giramos como peonzas, cruzamos a nado el planeta, quemamos raíles y carreteras y no sólo descubrimos los sueños, sino que los inventamos. Qué grande era la lujuria del amor que me atrapaba. Qué vivaz. Me sorprendí a mí mismo riendo, enloquecido por su sonrisa. Y ella, tan pequeña. Apretada en sus catorce años, era la niña más guapa de Jacksonville. Años más tarde, investigué sobre la canción que me produjo semejante metamorfosis. Su nombre nos es indiferente. Su duración, esencial. Tres minutos y cuarenta y dos segundos. Bendito tic tac que me dio la vida.

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El tedio nos sumerge. y nadie se da cuenta.

Electrocardiograma.

Intenta olvidar por un segundo este horrible color blanco que lo envuelve todo. Intenta olvidar por un minuto este silencio tan agobiante . Intenta olvidar por un hora el frío y duro tacto de la camilla. Intenta olvidar por un día la histeria, el caos, el desasosiego . Intenta olvidar por un mes ese repugnante sabor a anestesia. Intenta olvidar, quizás por un año, que yo soy la enfermera y tú el paciente. Intenta olvidar por un lustro que ésta puede ser la primera vez que nos veamos. Intenta olvidar, quizás por una década, que también puede ser la última . Intenta olvidar por toda una vida que una vez entres en ese quirófano, tiraré una moneda al aire. Y cruz y cara son radicalmente distintas.

BLABLABLABLABLA

Ibas conduciendo a alta velocidad por una carretera secundaria. La radio escupía una de esas canciones que tan pronto como vienen, se van. Una voz chillona gritaba y gritaba. Si hubiera querido dirigirte la palabra, probablemente te hubiera pedido que bajaras el dichoso volumen, pero me daba igual. Tú, tu coche y la música . Y el paisaje que nos rodeaba, también. Pensé en leer, pero claro, en la guantera sólo encontré una fotocopia del seguro. Muy típico de ti . Así que me dediqué a fruncir el ceño, para mostrar mi descontento. Al final, carraspeaste y decidiste hablar. De nuevo, usaste ese tono prepotente que tanto odio. - No entiendo por qué vas siempre enfadado con el mundo. De verdad. Bufé y dije con los ojos "Tú a la carretera, anda. Y cállate de una puta vez". También pensé en que tenías razón. Parcialmente. Antes muerto que admitirlo, eso sí .

Ego.

Ernesto era muy dado a odiar. Pero desde luego odiaba esa consulta. Y desde luego, la odiaba a ELLA . Odiaba como siempre sostenía en sus manos ese manual de psicología como si nunca supiera las respuestas ( ¿Y se supone que ésta ha estudiado? ), odiaba sus test de comportamiento y odiaba su perfume caro. Odiaba su estudio decorado de forma minimalista y odiaba el diván blanco de piel ( no es más que una niña de papá ). Odiaba las cortinas que tapaban las ventanas, de color beige con cenefas de flores ( y encima tiene mal gusto ). Pero por encima de todas las cosas, odiaba como Ana se creía mejor que él sólo porque era psicóloga. - Algún día tendrás que hablar, Ernesto. Llevamos dos meses de terapia y no he apuntado nada sobre ti. Ernesto también odiaba ese cuaderno forrado de tela y ese bolígrafo BIC que bailoteaba en sus manos. Probablemente lo que más le sacara de quicio es que quería hablar. Pero lo que no sabía, era por dónde empezar.

Ni yo a ti.

Cogió el último cenicero que había sobre la mesa y lo apretó entre sus delicadas manos. "¡No te soporto!¡No te soporto!¡No te soporto!¡No te soporto!" Repetía como un mantra estas palabras, mientras con el cenicero golpeaba todo lo que encontrara a su paso. Un jarrón, una silla, incluso el cristal de la ventana se vio afectado por la ira. Por último, lanzó el cenicero al suelo. El pelo lo tenía suelto, y la agitación del momento lo había revuelto dándole unos aires de paranoia. El carmín se había desplazado por su mentón, y parecía estar a punto de contener las lágrimas. Mientras el elegante (y caro) cristal se hacía pedazos a cámara lenta, un vecino golpeó la pared para que dejáramos de hacer ruido. Me miró con su estilo condescendiente y a paso ligero abandonó la habitación. Un hilillo de sangre la recorría la pierna izquierda, y desembocaba en sus zapatos de alto tacón. Mientras se alejaba por el pasillo gritó, medio con sorna medio sincera: "Ah, por cierto, fel