El Ibex se hundía y nosotros nos enamorábamos.

Después de una tarde de paseos y poca imaginación, subí a mi casa. Encontré a un vecino, meditabundo, solitario. Yo sonreí, con esa sonrisa de la post-adolescencia, que no dice nada. Que dice Hola, y dice Adiós, que nadie se espera, ni siquiera los adultos que, a fuerza de tanto razonar lo irrazonable, se les ha olvidado todo lo bueno. Después de un buen rato, pronosticando el tiempo de cien años, el hombre murmuró: -La cosa está muy mal, hija. Yo, que no sabía si me hablaba de enfermedades, de familia, de muertos o de crisis políticas, volví a desempolvar esa sonrisa y dije, más por compromiso que por opinión: -Bueno. Nunca habría previsto su reacción. Gritó, se desgañitó y al final sentenció, apuntándome con un dedo acusador, -como si fuera yo la culpable de que esta España se esté cayendo a pedazos-: -Tengo amigos que no viven con pensiones de seiscientos euros. Siempre les veo, rondando basuras, mendigando por un trozo de miseria. Rozan los ochenta años. Llegas a ...